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Maternidad forzada: la violencia estatal como política pública

Recientemente fue presentado en la Cámara de diputados un proyecto de ley que permitiría a mujeres, niñas y adolescentes embarazadas como consecuencia de violación o incesto entregar a sus bebés en adopción de manera “libre y voluntaria”. El programa, que llevaría el nombre “Casa Vida”, se promueve como una supuesta solución humanitaria ante la prohibición absoluta del aborto en República Dominicana.

Basta mirar con un mínimo de rigor este planteamiento para advertir que no es más que una respuesta simplista, paternalista y revictimizante ante un problema que exige políticas profundas de prevención, justicia y reparación.

La adopción ya existe en nuestro ordenamiento. Sin embargo, está lejos de ser un proceso garantista: es lento, opaco, plagado de trámites interminables y sin suficientes mecanismos de acompañamiento psicológico. Añadir un régimen “especial y prioritario” que incentive la entrega de recién nacidos no resuelve el origen del problema: la violencia sexual y el abandono institucional que enfrentan quienes la sufren.

Resulta profundamente alarmante que se presente como una medida de “protección de la vida” un programa que desplaza toda la responsabilidad al cuerpo de la víctima. ¿Dónde está la protección de su salud física y mental? ¿Dónde el compromiso de un Estado que se niega a debatir la interrupción del embarazo incluso en circunstancias extremas? Convertir la renuncia a la maternidad en una opción oficial y prioritaria confirma la idea de que las mujeres existen únicamente como depositarias de la vida de otras personas, y no como titulares plenas de derechos.

La diputada que suscribe este adefesio argumenta que este programa servirá para “evitar el aborto” y garantizar la “continuidad de la vida”. Sin embargo, en República Dominicana, un país con alarmantes tasas de violencia sexual, con cientos de niñas violadas cada año, resulta de un cinismo incomparable que la respuesta estatal no sea fortalecer la prevención, la educación sexual, la justicia efectiva y el acompañamiento psicosocial, sino diseñar mecanismos para que esas niñas y adolescentes entreguen a sus hijos o hijas en un proceso que, inevitablemente, se desarrolla bajo coacción social y estigma.

Decidir si ser madre o no es una facultad íntima que no puede nacer del miedo, la pobreza ni la presión institucional. Llamar “voluntaria” a una decisión tomada en condiciones de desesperación y ausencia de opciones reales es un abuso de lenguaje.

Ninguna ley que aspire a respetar los derechos humanos puede partir de la lógica de “el mal menor”. La dignidad no es un trámite rápido para evitar la incomodidad de un debate moral. La dignidad implica reconocer que las mujeres, las niñas y las adolescentes son personas sujetas de derechos, no vehículos forzados de maternidad.

Si de verdad queremos proteger la vida (toda la vida, no solo la del feto)  necesitamos políticas públicas que aseguren acceso a salud integral, justicia para los agresores, reparación a las víctimas, prevención de la violencia sexual y, sí, un debate honesto sobre la despenalización del aborto en causales extremas. Hasta entonces, programas como “Casa Vida” no son más que un recordatorio de que, en este país, el sufrimiento de las mujeres se sigue administrando con burocracia y condescendencia.

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