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Voces invisibilizadas

En las asambleas de Atenas, donde la palabra era un privilegio y la participación un signo de estatura cívica, se reunían los varones libres a deliberar sobre el porvenir de la polis. Quedaban fuera, en silencio: las mujeres, las personas esclavas o extranjeras, los niños y las niñas. Aquella democracia, tan celebrada en los libros de historia, nació entre exclusiones. Desde entonces, no hemos hecho más que perfeccionar el arte de dejar a ciertos cuerpos fuera del coro.

De todos ellos, los niños y niñas han cargado con la invisibilidad más persistente. No por falta de inteligencia ni de sensibilidad, sino por un sesgo que atraviesa siglos y civilizaciones: la creencia de que solo tiene derecho a opinar quien aporta al engranaje económico, quien razona según los códigos del mundo adulto.

¿Será porque no producen? ¿Porque no tributan, no construyen discursos medibles o rentables? Y, sin embargo, nunca ha sido la productividad la que define la profundidad del pensamiento. Lo supieron los poetas, lo intuían los filósofos: hay una forma de verdad que solo se encuentra en lo espontáneo, en lo que aún no ha sido domesticado por la norma.

Escuchar a la niñez no es fácil. Hay que vaciarse de certezas, desarmar prejuicios, aprender a leer con otras gramáticas. Porque los niños y niñas no hablan como los adultos; hablan como quien ve el mundo por primera vez. Tienen la osadía de preguntar lo que tenemos como costumbre, la audacia de sugerir lo imposible. Su lenguaje es directo y, por eso mismo, incómodo. Su visión nos revela el sistema.

En la Convención sobre los Derechos del Niño, firmada por casi todos los países del mundo, se reconoce su derecho a participar, a que se les escuche, a expresar libremente su opinión en todos los asuntos que les conciernen. Pero entre el reconocimiento formal y la práctica cotidiana hay un abismo sostenido por una cultura que aún cree que saber más es sinónimo de tener más años.

¿Qué pasaría si les escucháramos? Si, en vez de instruir constantemente, permitiéramos que sea la infancia quien nos instruya. ¿Y si las preguntas de nuestras niñas y niños guiaran las reuniones de gobierno? ¿Y si sus intuiciones formaran parte del diseño de las ciudades, de las escuelas, de las leyes? Puede parecer utópico, y sin embargo, solo se necesitan gestos pequeños repetidos con ternura: bajar la voz, arrodillarse a su altura, preguntarles antes de decidir en su nombre.

No se trata de idealizar la infancia, sino de reconocer su potencia política y simbólica. La niñez es una frontera luminosa: señala los vacíos de nuestro modelo social, revela la estrechez de nuestras categorías, insiste en la imaginación cuando el mundo se ha vuelto demasiado literal. Mientras la adultez repite, la infancia inventa.

Y es que la niñez no es solo futuro; es presente pleno, con voz propia, con mirada aguda, con preguntas urgentes que interpelan nuestra forma de vivir y gobernar. Ignorarla es negarnos la posibilidad de entender el tiempo que habitamos.

Ojalá recordemos que toda transformación profunda comienza con una pregunta sencilla. Y que, a veces, esas preguntas vienen en voz pequeña, escritas con crayones, tizas o polvo, y nacen tanto en juegos de patio como en orillas de ausencia, entre risas, hambre o silencios.

Aprender a escuchar a niñas y niños, no como ejercicio de condescendencia, sino como gesto radical de justicia, es también aprender a imaginar de nuevo.

Toda sociedad que no escucha su niñez termina por enmudecer su porvenir.

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