La República Dominicana y Haití no están en guerra. No hay justificación moral ni legal para expulsar en masa a quienes, con su trabajo, han sostenido sectores enteros de nuestra economía. No hay justificación para perseguir a mujeres embarazadas, separar familias o entregar la política migratoria a tres expresidentes que, en su momento, fueron incapaces de construir una relación binacional digna, justa y duradera.
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Luis Abinader prometió claridad en las relaciones con Haití. Sabía que el éxodo aumentaba, empujado por la violencia, el hambre y el colapso institucional. Lo que no prometió fue copiar las políticas crueles que Donald Trump intentó aplicar en Estados Unidos: cerrar puertas con muros, miedo y expulsiones.
Es cierto: necesitamos reglas. Pero la humanidad no puede ser sacrificada en nombre del orden. No se ordena nada pisoteando mujeres en labor de parto, deportando niñas y niños que no saben de fronteras, negando agua, salud y abrigo a quienes solo buscan sobrevivir.
Trump, con su arrogancia habitual, acaba de firmar una resolución que impide la entrada de haitianos y personas de otros diez países. Dice que es su “deber sagrado” proteger a su pueblo. ¿De quién? ¿De los que huyen del hambre?
No repitamos esa infamia. No hagamos de la frontera un paredón. En cada rostro expulsado hay una historia que nos interpela. Defender los derechos humanos no es debilidad: es la más alta forma de soberanía.
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