No siempre es fácil hablar de las situaciones que nos han marcado, sobre todo cuando esas experiencias nos confrontan con una realidad que muchas mujeres enfrentamos en silencio: la invisibilización de nuestras voces en espacios de poder, opinión y liderazgo.
Hace algunos años, formaba parte de un programa de radio que, como tantos otros en América Latina, estaba liderado por un hombre. Las mujeres éramos parte, sí, pero desde un lugar secundario, decorativo en muchos casos, como si nuestra presencia fuera para llenar un protocolo de equidad que en la práctica no existía.
Recuerdo una ocasión en la que íbamos a comentar el discurso del presidente de la República de ese turno. El líder del programa, en un gesto que parecía generoso, me cedió el turno. En ese momento, di mi análisis con argumentos sólidos, datos precisos y una reflexión profunda.
Cuando terminé, en lugar de construir sobre lo que ya había dicho, él repitió palabra por palabra mis ideas como si fueran suyas, ignorando por completo mi intervención, como si no hubiese hablado. Fue como ver cómo mi voz se evaporaba en el aire, robada en vivo, ante la mirada indiferente de todos.
Ese no fue un hecho aislado. En otro momento, durante una entrevista con una figura relevante de la ciudad, ese mismo líder asumió el control total del micrófono, acaparando la conversación, sin permitir que ninguna de las mujeres del equipo participara.
Esa vez, no lo permití. Me levanté y me fui. Porque hay silencios que lastiman más que cualquier palabra. Y hay momentos en los que quedarse es una forma de renunciar a una misma.
Muchas veces no nos atrevemos a dar ese paso. Tememos perder oportunidades, ganarnos etiquetas, quedar mal. Porque nos han enseñado que callar es de sabias, que no confrontar es de prudentes, que tolerar es de fuertes.
La verdad es que poner límites también es un acto de amor propio y de respeto hacia nuestra profesión y hacia todas las que vienen detrás.
En el mundo de la comunicación, las mujeres seguimos luchando por espacios que nos merecemos por talento, por formación, por trayectoria. No buscamos privilegios, exigimos equidad. Y no se trata de un discurso feminista radical –como muchas veces lo quieren etiquetar para deslegitimarlo–, se trata de justicia, de respeto, de dignidad.
Ser mujer comunicadora en América Latina implica aprender a hablar más fuerte. Al mismo tiempo, a elegir cuándo guardar silencio, a quién cederle el espacio, y cuándo retirarse con la cabeza en alto. Significa trabajar el doble para que se nos escuche la mitad.
De la misma manera, significa tener la responsabilidad de abrir camino para otras, de no perpetuar los patrones de exclusión con los que hemos crecido, y de tener la valentía de incomodar cuando es necesario.
Hoy, con el paso del tiempo, comprendo que aquella experiencia me enseñó algo invaluable: no siempre se trata de quedarse para resistir, a veces hay que irse para dignificar. Porque cuando una mujer se levanta de la silla, cuando apaga su micrófono con dignidad, está diciendo más que cualquier discurso. Está diciendo «no más». Está diciendo «merecemos respeto». Está diciendo «mi voz cuenta, y no voy a dejar que me la arrebaten».
No podemos seguir aceptando la idea de que hay que aguantar para escalar. No hay crecimiento que valga la pena si requiere que anulemos nuestra esencia. Las mujeres tenemos que dejar de pedir permiso para brillar, para opinar, para dirigir, para ser protagonistas. No vinimos al mundo para repetir lo que otros dicen. Vinimos a aportar ideas, a construir, a transformar.
Y cuando lo hacemos con ética, con preparación y con pasión, no hay quien pueda invisibilizarnos. Nosotras mismas tenemos que aprender a no minimizar nuestro talento, a no dudar de nuestra capacidad, a no callar cuando algo está mal. Porque el cambio empieza por nosotras. Por reconocer nuestro valor, por ocupar nuestro espacio con firmeza, y por nunca dejar de creer en el poder de nuestra voz.
Hoy más que nunca, levantar la voz no es un acto de rebeldía: es un acto de justicia.
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