Esta tormenta que vive ¿o sufre? el mundo, desde el 20 de enero de 2025, tras la juramentación de Donald Trump como cuadragésimo-séptimo (47) presidente de Estados Unidos, lleva el proceso de los partos: luego de dolorosos y angustiosos momentos, a veces traumáticos, brota la vida, una nueva luz.
De ello se trata en este especial tránsito de la historia de la humanidad. Una nueva época nos convoca. Una era nueva y distinta. El fenómeno Trump no es la causa ni el artífice del proceso en marcha; es su consecuencia. Solo atino a comparar lo que se produce ante el asombro de todos, con el inicio de la modernidad, en el siglo XVI, tras la gran eclosión que se produjo, simbolizada en la Reforma protestante, y la mal llamada Contrarreforma, incluido el Concilio de Trento.
De todo esto hablaré en próximos artículos. Hasta ahora he explicado en la serie de trabajos las raíces de planteamientos y principales medidas del presidente Trump, que sitúo en los gobiernos del presidente Ulises Grant y los que le siguieron durante el siglo XIX, y principios del XX.
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Los diálogos del mandatario estadounidense en esta semana, con sus colegas Vladimir Putin y Xi Jinping, por más de 1 hora y 15 minutos con cada uno, es muy esperanzador.
Ahora seguimos con la mini serie titulada “El presidente Grant y el conservadurismo actual en Estados Unidos”:
A consecuencia de los conflictos entre Gran Bretaña y Venezuela, por diferendo de límite territorial entre este país y la Guyana británica, hacia finales de la década 1891, el secretario de Estado norteamericano, Richard Olney, escribió el 20 de julio de 1895, al primer ministro inglés, Lord Salisbury, lo siguiente: “Los Estados Unidos son hoy, prácticamente soberanos de América, y su fiat es la ley en los asuntos en que intervienen. A causa de que sus infinitos recursos y su aislamiento lo hacen dueño (a Estados Unidos) de la situación y prácticamente invulnerable contra cualquier poder aisladamente o contra todos los demás poderes juntos”.
Hubo una firme respuesta del gobierno inglés, y las relaciones anglo-norteamericanas se tornaban cada vez más tirantes, como lo demostró el mensaje del 17 de diciembre (1895) del presidente Gover Cleveland, ante el Congreso, en el que invocó la memoria del presidente James Monroe y lanzó duros ataques contra Gran Breteña, al tiempo que declaró a Estados Unidos protector de los pueblos de América contra las ambiciones de Europa. Además, pidió autorización al Congreso para un crédito con cuyos fondos se sufragarían los gastos de una comisión que investigaría la situación de límites.
Ese tono belicista del gobierno estadounidense frente a Inglaterra, no pasó de ser una pose. Así lo reconoció Richard Olney el 29 de enero de 1912, en carta al entonces secretario de Estado, Philander G. Knox: “Los Estados Unidos eran entonces una masa tan completamente desatendible a los ojos británicos que se creyó que solo palabras equivalentes a mojicones serían realmente efectivas”.
El dominicano Enrique Apolinar Henríquez, destacado estudioso de la política internacional, especialmente del expansionismo estadounidense, observa a este respecto:
“Los visibles signos sugirieron que era amedrentar a Gran Bretaña con los espejismos de una probable guerra, sabiéndola aprensiva del creciente poderío del Imperio Alemán, para inducirla, en cambio de la alianza apetecida –vinculación que de hecho ha existido desde entonces-, a permitirle a Estados Unidos de América mano libre en el Hemisferio Occidente; la sonada libertad de acción, con su gran caudal de secuelas imperialistas…”
Ese objeto, y no los derechos venezolanos, era lo que defendía Estados Unidos al actuar como lo hizo. El 3 de octubre de 1899 los árbitros nombrados por el tratado que firmaron las partes en conflicto el 2 de febrero de 1897 en Washington, concluyeron que “los términos del laudo defraudaron…las esperanzas cifradas en su naturaleza legalista”, pues “fueron especialmente favorables a la Gran Bretaña, aunque hubo algunas concesiones para Venezuela”.
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